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La alerta sanitaria generada por la epidemia del coronavirus (COVID-19) ha supuesto el mayor reto conocido para la salud pública de la historia reciente.
El confinamiento, el continuo goteo de personas afectadas y fallecidas y el aislamiento social pueden tener repercusiones, tanto sobre la salud física como mental de la población general, pero también de los niños y niñas, así como de los adolescentes y jóvenes, todos ellos, a mi parecer, los grandes olvidados de esta historia.
Teniendo en cuenta el prisma de la salud mental, este impacto psicosocial puede exceder la capacidad de manejo de la población y augura un incremento no solo en la incidencia de trastornos mentales sino también en otras manifestaciones emocionales más leves. Y si esto es así para la población general... debemos incluir en estas predicciones a los menores.
Como decía, se estima que habrá un incremento en la incidencia de trastornos mentales más o menos leves a partir del mes o los dos meses siguientes al comienzo del desconfinamiento; que alcanzará su pico a los cuatro o seis meses; y que irá decayendo después poco a poco, pero que dejará un residuo de personas que, a menos que las preparemos, no contarán con recursos adecuados.
Sin duda, entre estas personas están nuestros hijos, los de todos, que se han adaptado enormemente y de manera espectacular a esta situación, pero que necesitarán diferentes apoyos emocionales: y uno de los lugares de referencia será la escuela o el instituto, pues es su segundo espacio de socialización.
Hasta hoy, he oído hablar de aprobados generales, de apertura de aulas en verano, de la EBAU en julio, agosto, septiembre. Oigo presiones para que los profesores se adapten a los medios tecnológicos, se persiguen soluciones rápidas para que los niños y niñas que vivan en familias sin ordenador o conexión puedan seguir realizando sus tareas... Que pierdan materia, que no la pierdan, que si no tenemos impresora en casa, que dónde están los libros...
todas estas preocupaciones son normales y sentirse preocupado en un escenario tan anormal como el que vivimos es lo normal.
Pero, hasta ahora, no he oído en palabras de ninguna Consejería ni del Ministerio hablar de cómo apoyar al profesorado facilitándoles estrategias para afrontar nuevas situaciones que se pueden encontrar en el momento en que se vuelva a las clases presenciales: me refiero al trabajo no sólo de lo académico sino de lo emocional.
Puede que, si cada uno de nosotros miramos a nuestros hijos, la mayoría aún sigamos viendo a niños sanos emocionalmente... niños felices, más o menos cómodos, con más o menos necesidades educativas y, sobre todo, probablemente los veamos sin ninguna necesidad "afectiva".
Porque a los niños se les han colocado dos "sambenitos" en este tiempo de confinamiento: el primero, que se adaptan a todo muy bien. Y efectivamente así es. Es muy probable que la mayoría de nosotros no nos hubiéramos imaginado, si hace dos meses nos dicen que tenemos que encerrarlos en casa durante 40 días, que nos iban a dar estas lecciones de saber mantener el tipo.
Pero el que yo me adapte a una situación no significa que esté cómoda, que sea buena para mí y, sobre todo, que no tenga consecuencias.Ciertamente, ni los expertos se ponen de acuerdo sobre si esta pandemia tendrá mucha o poca repercusión a nivel emocional en nuestros niños y niñas. ¿Cómo se van a poner de acuerdo en una situación tan absolutamente desconocida y desconcertante? Si la medicina, como la conocemos hasta ahora, está luchando día y noche contra un virus que no controla, ¿cómo va a poder la psicología, una ciencia mucho más joven, pronosticar lo que ocurrirá?
Pero sí podemos hacernos una idea... porque incluso nuestros hijos felices tienen reacciones desproporcionadas. Pensemos que nuestros hijos felices han dejado de ver a sus seres queridos de repente, sin entender por qué los más pequeños, sin poder estar con sus amigos de referencia los más adolescentes. Es posible que muchos de nuestros hijos felices hayan perdido a su abuelo, a su abuela, a un familiar o, en el peor de los casos, a mamá o a papá; o que hayan tenido que vivir con ellos al otro lado de la puerta, confinados durante un mes, para que no les contagien, con todo el miedo y la incertidumbre que esto provoca. Nuestros hijos e hijas felices han visto a papá o a mamá, autónomos, preocupados por cómo van a salir a flote; oyen la palabra ERTE sin saber qué significa, pero se dan cuenta de que nada bueno, por la preocupación que se respira en muchos hogares...
Incluso nuestros niños más felices viven en un continuo vaivén de emociones sin saber qué ocurrirá con su curso, con su prueba de EBAU que llevan tanto tiempo preparando, con su ingreso en el instituto paralizado, sin saber cuándo ni en qué facultad podrán empezar... y todo esto incide directamente en su salud mental.
Cuando volvamos, cuando salgamos de casa, tampoco lo haremos de manera "normal": restricciones, cambio total de la vida que conocieron hasta ahora... ¿alguien puede de verdad afirmar que todo esto no tendrá un impacto en nuestros niños y niñas felices?
Pensemos en esto, porque somos sus padres y madres, porque nos comprometimos a velar por ellos en el momento en que decidimos traerlos a este mundo. Preocupémonos por sus estudios; pero, por favor, preocupémonos por su salud; por su salud física, pero en este momento, también, por su salud mental.
Entendamos a nuestros niños, niñas y adolescentes felices; acompañémosles; y velemos por que, desde el sistema educativo, desde las instituciones sanitarias, se empiecen a preocupar y a ocupar realmente por ellos, pues ese segundo sambenito del que hablaba es que se les ha tildado de “los grandes transmisores del virus” y en realidad, ellos son las grandes víctimas que se convirtieron en héroes: porque todos los demás estamos haciendo nuestro trabajo, pero ellos, sin dudarlo, están haciendo mucho más de lo que de un niño se podría esperar.
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